El sendero se vislumbra arrogante,
destaca el dulce perfume de las rosas,
capullos abiertos y coloreados,
rojo de pasión, rosado de amor,
amarillo vestido de rayos de plata
que la telaraña ha urdido
con hebras de su perfecto hilo,
entrelazados por una extensa red
formando un manto conector brillante.
Más adelante, una bella flor se despide.
Su belleza se marchita y desaparece.
Ya no deslumbra ni da aroma.
Su virginidad cae pétalo a pétalo,
crea un tapiz con efecto mágico
protector de la tierra que ahora conquista,
evitando así que el frío rocío del alba
penetre y desgarre las raíces familiares.
Cada rosa proviene de las semillas
enraizadas con pericia en el pasado
que a su vez son compartidas,
el clan que las genera es inmenso,
se protegen al fragmentar su integridad.
Así, otras del linaje nuevo nacen,
muestran ufanas la hidalguía,
expresan con sutil elegancia
que el rosal, su casa naciente,
junto a los demás rosales, su ciudad,
forman la comunidad floral,
donde unas van dando su vida
para que broten las siguientes.
De esta forma, cada rosal del camino
presenta su arrogancia y dignidad
al decidido viandante,
que al igual que tú y yo,
pasea orgulloso por este paraje
que emula con ganas al jardín divino
por sus excelsas rosas arco iris
que con tanto cariño y dedicación
la propia estirpe de continuo protege.

María Teresa Rodríguez Cabrera
Primer Premio en el II Certamen de Poesía
Santa Isabel de Hungría 2019