Suenan las campanas a lo lejos
las cuento una a una, son once,
la hora de nuestra esperada cita.
Es por la mañana, el sol centellea.
Su luz descubre la belleza de las flores
en el jardín. Yo, en un banco sentada,
le espero después de veinte años.
¿Le reconoceré? ¿Y él a mí?

Me he arreglado solo un poco,
ahora soy una madre de familia
y mi comportamiento será el apropiado.
Era la etapa de caminar hacia atrás,
recordar quiénes fuimos antaño.
Sonreía yo sola con mis pensamientos.

Compañeros él y yo desde la guardería,
luego en primaria y secundaria,
el instituto. Llegó la universidad
y ahí fue la inesperada separación.
No nos hemos visto desde entonces.

De niños soñamos estar siempre unidos.
Al ser adolecentes, no existen barreras.
Pensamos que la vida se puede detener
y que el futuro nunca llegará,
pero nos alcanza y es inexorable.

Su ausencia me costó muchas lágrimas,
no supe si fue por amistad o por amor.
Con el tiempo logré conocer y aclarar
esa diferencia tan abismal de sentimientos.
Estaba acostumbrada a su compañía,
desde pequeña juntos a todas partes.
Hicimos muchas y atrevidas travesuras,
hasta nos juramos amistad eterna.
Su familia se marchó lejos. Él se fue.
Yo me quedé en la ciudad a estudiar
y así, poco a poco, se enfrió la cercanía.
Yo le olvidé y supongo que él también.

Viene por trabajo a la zona de su infancia
y quiere que nos encontremos, ¡qué emoción!
Aquí estoy, en nuestro banco, esperándole.
Creo que se acerca por allí, sigue tan apuesto.
Algún día, quizás, os relate nuestro encuentro…

María Teresa Rodríguez Cabrera